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viernes, 20 de marzo de 2009

Primeros capítulos: El barco de la muerte

Fuente: El Cultural

B. Traven
Traducción del alemán de María Dolores Ábalos. Ediciones Alfabia. Barcelona, 2009. Texto introductorio de Javier Marías

Quién fue realmente el misterioso B. Traven es un enigma irresuelto que ha dado lugar a todo tipo de suposiciones, algunas más descabelladas que otras. Se ha llegado a decir que era hijo ilegítimo del káiser Guillermo II, se lo ha identificado con el poeta-boxeador Arthur Cravan (también "desaparecido" en México), con el escritor anarquista Ret Marut, … El caso es que, a pesar del anonimato que le conferían sus proliferantes identidades, Traven, de quien cuenta la leyenda que era el novelista preferido de Albert Einstein, escribió obras inolvidables que gozaron de una gran aceptación, siendo algunas de ellas llevadas al cine. Por encima de todas esas adaptaciones, destaca la versión que John Houston hizo de "El tesoro de Sierra Madre". El próximo 28 de marzo ediciones Alfabia publica su libro "El barco de la muerte", del que adelantamos el primer capítulo además de un texto introductorio de Javier Marías.


EL HOMBRE QUE SUPO MENTIR
(Texto introductorio de Javier Marías)

No está de más recordar hoy a Traven. Hoy, cuando no hay secreto ni misterio que aguante más allá de unos meses, cuando nuestras chismosas y ridículas sociedades exigen saberlo todo, hasta lo que no les incumbe y ni siquiera interesa; cuando al hombre teóricamente más poderoso de la tierra no se le consiente mentir en lo que se debe mentir, y ha de confesar por televisión sus pecadillos, y hasta los pocos escritores que han decidido esconderse son asaltados, como Salinger, a la salida del mercado por cámaras rapiñadoras. No está de más recordar a quien logró enmascararse durante toda su vida y los casi treinta años pasados desde su muerte.

Es de lo poco seguro: B. Traven murió en ciudad de México el 26 de marzo de 1969, quizá a los ochenta y siete años, y sus cenizas, como había pedido, fueron esparcidas sobre el río Jataté en la selva de Chiapas. Con esa inicial y ese apellido firmó la mayoría de sus libros, de los que se llevan vendidos más de 35 millones de ejemplares en 36 lenguas. El más famoso -aunque gracias al cine- fue El tesoro de Sierra Madre. Se cuenta que era el novelista favorito de Einstein, y su historia, su enigma, su leyenda, no han sido puestos en claro de forma unívoca y definitiva, así que será lo último lo que acabará prevaleciendo. En tres obras relativamente recientes sobre su personalidad y su vida, cada autor llega a muy distintas conclusiones, si bien coinciden los tres en algunos datos, para que se acreciente la intriga. No puedo resumir aquí tantas pesquisas, pistas falsas, contradicciones y desmentidos, esforzadas deducciones y certezas negadas, tanta labor detectivesca. Pero para hacerse una idea de la capacidad esquiva de Traven, basta con enumerar los nombres que utilizó en la ficción o en la realidad: Arnolds, Baker, Hal Croves (con éste se hacía pasar por su propio agente cinematográfico), Traven Torsvan, Traves Torsvan, Berick Traven, Bruno Traven, Traven Torsvan Torsvan, Traven Torsvan Croves, B.T. Torsvan, Ret Marut, Rex Marut, Robert Marut, Fred Maruth, Fred Mareth, Red Marut, Richard Maurhut, Albert Otto Max Wienecke, Adolf Rudolf Feige, Kraus Martínez, Fred Gaudet, Otto Wienecke, Lainger, Goetz Ohly, Anton Riderscheidt, Robert Bek-Gran, Arthur Terlelm, Wilhelm Scheider y Heinrich Otto Becker, que se sepa. Más modesta es la lista de nacionalidades que dijo tener, a menudo con pasaporte: inglesa, americana, sueca, noruega, lituana, alemana y mexicana. No se quedó corto, en cambio, respecto a las profesiones que desempeñó o dijo desempeñar en algún momento: escritor, actor, director teatral, mecánico, ingeniero, librero, fotógrafo, agente teatral, profesor de drama, marino mercante, cocinero, explorador, guía, traductor, marinero, profesor de lenguas, granjero, frutero, tutor, panadero, empresario, soldado, cerrajero, periodista, revolucionario, anarquista bávaro, peón algodonero, científico, guionista, agente literario y psicólogo. Según las diferentes descripciones que de sí mismo hubo de aportar en documentos oficiales, su estatura fue de 1.71, 1.66, 1.65, 1.68 y 1.70. Sus ojos oscilaron tan sólo entre el gris, el azul y el azulgris, pero su pelo fue consignado como castaño, gris, negro, castaño oscuro, castaño claro, rubio, rojizo, blanco y cano. Se dijo que escribía en inglés, en español, en noruego, en sueco y en alemán (al parecer lo hacía en esta última lengua, al menos en primera redacción, aunque siempre negó ser alemán o austríaco). En vista de lo escurridizo que era, le fueron atribuidas las siguientes personalidades, ocultas tras su inicial y apellido públicos: el novelista Jack London, el cuentista Ambrose Bierce (quien, ya viejo, había cruzado la frontera con el México revolucionario y desparecido para siempre en 1913), un millonario americano, un negro fugitivo, Frans Blom, el profesor Frank Tannenbaum, un leproso, el Presidente Adolfo López Mateos, Esperanza López Mateos, August Bibelje, Jacob Torice, el Presidente Elías Calles, un editor alemán, Arthur Breisky, el capitán Bilbo, un grupo de litertatos hondureños (?), un grupo de guionistas izquierdistas de Hollywood, un hijo ilegítimo del Kaiser Guillermo II y el hijo ilegítimo de un albañil polaco.

Dejó viuda, y ésta colaboró cuanto pudo con el biógrafo Jonah Raskin durante todo un año, al cabo del cual Raskin no sólo estaba más desorientado que al principio, sino que, facilitado el acceso a las pertinencias de Traven, se vestía con su ropa, se ponía sus gafas y acabó abandonando el proyecto para contar sólo la búsqueda. él cita una frase de Traven que quizá hoy más que nunca nos basta: «La única verdadera defensa del hombre civilizado contra quienes los agobian es mentir». La escribió en 1926, y cuánto debió reír desde entonces.

Javier Marías, 1999


EL BARCO DE LA MUERTE

PRIMER LIBRO

I

Habíamos llevado un cargamento entero de algodón desde Nueva Orleáns hasta Amberes con el vapor Tuscaloosa. Era un barco estupendo, ¡ya lo creo, maldita sea! Un vapor de primera categoría construido en Estados Unidos. Puerto de matriculación: Nueva Orleáns. ¡Oh, soleada y risueña Nueva Orleáns, tan distinta de las insípidas ciudades de los gélidos puritanos y de los endurecidos comerciantes de telas estampadas del norte! ¡Y qué magníficos camarotes para la tripulación! Por fin un constructor de barcos que había tenido la revolucionaria idea de que la tripulación también eran personas, no sólo manos. Todo bien pulcro y aseado, con su baño, mucha ropa limpia y mosquiteros por todas partes. La comida era buena y abundante. Y siempre estaban limpios los platos y los cubiertos. Había unos muchachos negros que no tenían otra cosa que hacer más que mantener limpios los camarotes de la tripulación para que ésta se conservara sana y de buen humor. La compañía había descubierto por fin que más valía pagar a una tripulación bienhumorada que a una desmoralizada.

¿Segundo oficial? No, señor. Yo no era segundo oficial en esa nave, sino pintor, un simple obrero. No sé si sabrá el lector que apenas quedan ya marineros; tampoco los reclama nadie. Un buque mercante tan moderno en realidad no es un barco. Es una máquina flotante. Y que una máquina
necesite marineros para su manejo, seguro que ni usted mismo se lo cree, por más que no entienda nada de barcos. Lo que necesita esa máquina son obreros e ingenieros. Hasta el mismo capitán hoy no es más que un ingeniero. E incluso el timonel, que hasta hace poco se consideraba un marinero, hoy en día sólo es un maquinista, nada más. únicamente ha de soltar las palancas que indican a la máquina del timón la dirección de la virada.

Hace tiempo que se acabó el romanticismo de las historias de marineros. Por mi parte, creo que ese romanticismo nunca ha existido. Ni en los barcos de vela ni en el mar en general. Esa visión romántica se daba sólo en la imaginación de quienes escribían esas historias de marineros. A más
de un joven formal esos falaces relatos han animado a emprender una vida arriesgada y a rodearse de un entorno que les hundía física y psíquicamente, porque el único bagaje que llevaban era su creencia infantil en la sinceridad y en la veracidad de los narradores de historias. Es posible que el romanticismo haya sido alguna vez aplicable a los capitanes y a los timoneles. Pero a la tripulación jamás. El único romanticismo de la tripulación ha sido siempre trabajar inhumanamente y ser tratados como bestias. Los capitanes y los timoneles aparecen en las óperas, en las novelas y en las baladas. La canción del héroe que hace el trabajo no ha sido nunca cantada. Además, esa canción habría sido demasiado brutal como para despertar el entusiasmo de quienes la cantaran. Sí, señor.

De manera que yo era un simple obrero, nada más. Tenía que hacer todo el trabajo que se presentara. Para ser más exactos, yo era un simple pintor. La máquina avanza por sí sola. Y como hay que tener ocupados a los trabajadores y, sólo en casos excepcionales, surge alguna otra tarea, cuando no hay que limpiar las bodegas o reparar algo, siempre hay algo que pintar. Desde la mañana hasta la noche, sin cesar. Llega un día en que uno se pregunta muy en serio a qué viene tanto pintar. Y llega serenamente a la conclusión de que el resto de la gente que no sale a la mar no hace otra cosa que fabricar pintura. Entonces se siente un profundo agradecimiento hacia esas personas porque, si un día se negaran a seguir fabricando pintura, entonces el pintor no sabría qué hacer, y el oficial bajo cuyo mando están los pintores, se desesperaría al no saber qué órdenes darles. Porque, claro, tampoco va a cobrar dinero a cambio de nada. No, señor.

La paga no era precisamente alta; no podría afirmar tal cosa. Pero si no me gastara ni un centavo durante veinticinco años y guardara escrupulosamente todas las pagas mensuales, sin quedarme nunca sin trabajo, entonces, al cabo de esos veinticinco años de trabajar infatigablemente y de ahorrar, no digo yo que pudiera jubilarme, pero sí, pasados otros veinticinco años de trabajo y ahorro, sentirme orgulloso de pertenecer al estrato inferior de la clase media. A ese estrato que puede decir: «Alabado sea Dios; menos mal que tengo algún dinerillo ahorrado para los días de lluvia.» Y como esa clase popular es la que mantiene al Estado en sus cimientos, entonces se me podría considerar un miembro valioso de la sociedad humana. Para alcanzar ese objetivo merece la pena ahorrar y trabajar cincuenta años. Así tiene uno asegurado el más allá y la vida terrenal... de otros.

No me apetecía demasiado ver la ciudad. No me gusta Amberes. Hay demasiadas prostitutas, marineros de mal vivir y elementos parecidos. Sí, señor.

Pero las cosas de la vida no se presentan de una manera tan sencilla. Rara vez tienen en consideración lo que a uno le gusta o no le gusta. No son las rocas las que determinan el curso y el carácter del mundo, sino las piedrecitas y las pequeñas partículas.

Como no habíamos recibido ningún cargamento, teníamos que regresar a casa en lastre. Toda la tripulación se había ido a la ciudad para pasar el último día antes del viaje de vuelta. Así que me quedé completamente solo en el castillo de proa. Estaba harto de leer y de dormir y no sabía qué hacer. A las doce habíamos terminado de trabajar porque para entonces ya habían asignado las guardias para la travesía. De ahí que todos se hubieran ido a la ciudad para correrse una juerga antes de llegar a casa.

Tan pronto me asomaba por la borda para escupir en el agua, como regresaba a los camarotes. De tanto mirar embobado los camarotes vacíos, las aburridas instalaciones portuarias, los depósitos y las casas hacinadas, así como las claraboyas empañadas de los despachos, tras las cuales sólo se veían archivadores y montones de documentos comerciales, me sentí completamente desdichado e indescriptiblemente desconsolado. Estaba anocheciendo y apenas se veía un alma en esa parte del puerto.

Entonces se apoderó de mí la añoranza de pisar tierra firme, de ver una calle y gente charlando y callejeando. Eso era: quería ver una calle, nada más. Una calle que no estuviera rodeada de agua ni se balanceara. Quería hacerles un pequeño obsequio a mis ojos: que disfrutaran de la visión de una calle.

-Para eso tendría que haber venido antes -dijo el oficial-. Ya no doy dinero.
-Es que necesito urgentemente veinte dólares de adelanto.
-Le daré cinco. Ni un centavo más.
-Con un billete de cinco no tengo ni para empezar. Necesito veinte; si no, mañana me pondré enfermo. ¿Y quién va a pintar entonces la cocina? ¿Lo sabe usted? Me hacen falta veinte.
-Diez. Pero es mi última palabra. Diez o nada de nada. No tengo ninguna obligación de darle ni un níquel. No es asunto mío.
-Bien. Deme diez. Aunque me trata con una tacañería indecente, no tengo más remedio que resignarme. Ya estoy acostumbrado.
-Firme el recibo. Mañana lo anotaré en la lista. Ahora no tengo ganas.

Ya tenía mi billete de diez, que en realidad era lo que quería. Pero si le hubiera dicho que diez, no me habría dado más de cinco, y tampoco quería gastar más de diez dólares. Porque cuando uno va a la ciudad, lo que lleva en el bolsillo ya no lo trae de vuelta a casa.
-No se emborrache. Este sitio tiene muy mala fama -dijo el oficial al coger el recibo.

Aquello era una ofensa inaudita. El capitán, los oficiales y los ingenieros se emborrachaban dos veces al día desde que estábamos allí atracados, y a mí en cambio me sermoneaban para que no me cogiera una tajada. No tenía la menor intención de hacerlo. ¿Por qué iba a emborracharme? Es una tontería y una insensatez.
-No -respondí-. Jamás tomo ni una gota de ese veneno. Aunque esté en el extranjero, sé lo que le debo a mi país. Sí, señor. Soy completamente abstemio. Créame que lo soy. Se lo juro con la mano en el corazón.

Con estas palabras, salí y me apeé del barco.

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