Fuente: La Opinión Coruña
FERNANDO GONZÁLEZ MACÍAS Para entender por qué en el sumario del caso Prestige sólo se imputa al capitán Apostolos Mangouras y a dos de sus oficiales basta pensar que, en última instancia, el instructor es juez y no es parte, algo que parece de Perogrullo, pero que al final hay quien no acaba de entender. A las partes, precisamente por serlo, no se les puede pedir imparcialidad. Cada una de ellas se aferra a su verdad, no pocas veces interesada. Sin embargo, el juez que investiga -como también el que juzga y falla- está obligado a escuchar los argumentos de todos y a practicar las pruebas que estime oportunas para esclarecer los hechos y, en su caso, establecer las responsabilidades a que haya lugar. Y no siempre las hay, por más evidente que nos lo parezca a primera vista.
Entorno a las causas últimas de la gran catástrofe ecológica ocasionada por el accidente del petrolero griego en 2002 se suscitó desde el primer momento un intenso debate en el que se mezclaron interesadamente argumentos científicos y políticos, contaminados por los prejuicios de quienes creían ineludible atribuir culpabilidades en distinto grado a todos los cargos públicos de las distintas administraciones que tuvieron algo que ver con la gestión de la crisis.
Y para que tal atribución tuviera efecto era preciso establecer un principio indiscutible: que alejar el barco de la costa, en lugar de intentar resguardarlo en un puerto refugio, había sido una decisión temeraria, adoptada discrecionalmente por alguien que era muy consciente de cuáles podían ser las consecuencias y, para más INRI, se supone que desoyendo el criterio de los técnicos y de varios especialistas de contrastada experiencia en estos asuntos. Se pretendía dejar bien sentado que aquello no fue un error de cálculo y que no se trataba de aplicar la solución menos mala para el interés general, minimizando el alcance de la inevitable marea negra, sino simplemente de sacarse de encima un problema grave, cuyo impacto podía ser muy negativo para la imagen del Gobierno de turno. En definitiva, se quiso hacer ver que primaron las motivaciones políticas y partidistas incluso por encima de los dictados del sentido común.
Ahora el sumario niega la mayor. Ni hubo negligencia, ni mucho menos mala fe. Se hizo, por quien correspondía, aquello que se creyó pertinente. Y es que a día de hoy no está claro que fuera posible meter el buque en una ría y tampoco que tan arriesgada maniobra resultase menos dañina para el medio ambiente que mandarlo al quinto pino. De ahí que el juez de Corcubión no impute al entonces director general la Marina Mercante, López Sors, un cargo de confianza, muy de segundo nivel, convertido en una auténtica cabeza de turco de mucha utilidad por diferentes razones para unos y otros.
Aunque haya quien no lo entienda, más que esclarecer la verdad, o colocar a cada uno en su sitio, el proceso del Prestige tiene que hacer justicia, en el amplio sentido de la palabra. Y desde luego no sería justo, no ya que el peso de la ley cayese sobre un simple eslabón de la cadena de mando, sino que la factura del desastre la pagásemos todos los ciudadanos, en lugar de quien en verdad lo causó: los corsarios del transporte marítimo que, se diga lo que se diga, aún hoy siguen actuando como una impunidad similar a los piratas de antaño.
fernandomacias@terra.es
Entorno a las causas últimas de la gran catástrofe ecológica ocasionada por el accidente del petrolero griego en 2002 se suscitó desde el primer momento un intenso debate en el que se mezclaron interesadamente argumentos científicos y políticos, contaminados por los prejuicios de quienes creían ineludible atribuir culpabilidades en distinto grado a todos los cargos públicos de las distintas administraciones que tuvieron algo que ver con la gestión de la crisis.
Y para que tal atribución tuviera efecto era preciso establecer un principio indiscutible: que alejar el barco de la costa, en lugar de intentar resguardarlo en un puerto refugio, había sido una decisión temeraria, adoptada discrecionalmente por alguien que era muy consciente de cuáles podían ser las consecuencias y, para más INRI, se supone que desoyendo el criterio de los técnicos y de varios especialistas de contrastada experiencia en estos asuntos. Se pretendía dejar bien sentado que aquello no fue un error de cálculo y que no se trataba de aplicar la solución menos mala para el interés general, minimizando el alcance de la inevitable marea negra, sino simplemente de sacarse de encima un problema grave, cuyo impacto podía ser muy negativo para la imagen del Gobierno de turno. En definitiva, se quiso hacer ver que primaron las motivaciones políticas y partidistas incluso por encima de los dictados del sentido común.
Ahora el sumario niega la mayor. Ni hubo negligencia, ni mucho menos mala fe. Se hizo, por quien correspondía, aquello que se creyó pertinente. Y es que a día de hoy no está claro que fuera posible meter el buque en una ría y tampoco que tan arriesgada maniobra resultase menos dañina para el medio ambiente que mandarlo al quinto pino. De ahí que el juez de Corcubión no impute al entonces director general la Marina Mercante, López Sors, un cargo de confianza, muy de segundo nivel, convertido en una auténtica cabeza de turco de mucha utilidad por diferentes razones para unos y otros.
Aunque haya quien no lo entienda, más que esclarecer la verdad, o colocar a cada uno en su sitio, el proceso del Prestige tiene que hacer justicia, en el amplio sentido de la palabra. Y desde luego no sería justo, no ya que el peso de la ley cayese sobre un simple eslabón de la cadena de mando, sino que la factura del desastre la pagásemos todos los ciudadanos, en lugar de quien en verdad lo causó: los corsarios del transporte marítimo que, se diga lo que se diga, aún hoy siguen actuando como una impunidad similar a los piratas de antaño.
fernandomacias@terra.es
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