Pemex, 70 años
Fuente: Diario de Yucatán
Lorenzo Meyer
Aniversario conflictivo. La expropiación y nacionalización de la industria petrolera mexicana fue el punto culminante de un esfuerzo nacionalista cuyo origen es anterior a la Revolución Mexicana. En sus términos, la acción del general Lázaro Cárdenas en 1938 —recuperar el dominio nacional sobre el petróleo— no ha sido igualada, menos superada.
Desde Francisco I. Madero hasta Plutarco Elías Calles, el petróleo había enfrentado al régimen con las empresas petroleras y sus gobiernos sin buenos resultados para México. Finalmente, gracias a la combinación de un gobierno con voluntad política y fuertes bases populares, se logró que cristalizara el sentido mexicano de confianza en la propia capacidad de autonomía. La hazaña del 38 fue la respuesta audaz de un país periférico frente a la acumulación de agravios por parte de las potencias imperiales con las que se había tenido que relacionar a partir de su independencia.
Es por su significado para el presente y el futuro que el sostenimiento o abandono de la industria petrolera como una actividad del sector público mexicano se convierte en un tema que va más allá de lo meramente económico. El petróleo sigue siendo un tema que toca a la imaginación colectiva en su relación con el mundo externo. Un estudio del Cide en 2006 encontró que si bien entre las élites formadoras de opinión la idea de abrir al capital externo las áreas que van de la exploración a la distribución del petróleo era mayoritaria (65%), entre la población en general, apenas un 24% la respaldó. Este año, una encuesta del periódico “Reforma” (3 de marzo) encontró que el 37% de los mexicanos aprobó la propuesta de permitir capital privado en Pemex, pero el 46% la rechazó.
Una política que reformara a Pemex, pero sin tocarla en tanto organización netamente mexicana y que le dejara los recursos necesarios para llevar por sí misma la exploración y explotación de todos los depósitos en mar y tierra —y en las zonas productoras antaño abandonadas, pero que por los precios actuales del petróleo vuelven a ser costeables— revitalizaría su condición de punto de apoyo de la confianza colectiva en la capacidad nacional. Por el contrario, si como desea el actual gobierno y una parte de la élite económica se avanza en la apertura al capital privado y externo con el argumento de que a Pemex le es ya imposible caminar por sí solo, entonces la gesta del 38 pasaría a ser sólo una fecha más en el catálogo de nuestras “heroicas derrotas”.
Misterio que no es tal. El barril de petróleo ya pasó la marca de los 100 dólares y la de la mezcla mexicana la de los 90. Una empresa transnacional representativa del ramo, “Exxon Mobil”, reportó en 2007 ganancias de 40,600 millones de dólares ¡77,220 por minuto! Entonces, ¿cómo es que Pemex, la joya de nuestra corona nacionalista, resulta ser hoy una empresa quebrada cuyos pasivos superan a sus activos? La explicación no es ningún misterio y se encuentra, básica aunque no exclusivamente, en la política impositiva que desde hace sexenios viene aplicando el gobierno federal a la empresa paraestatal. En efecto, en buena medida la relativa tranquilidad que caracterizó el cambio de guardia en Los Pinos —la salida del PRI y la entrada del PAN— se ha pagado quitándole recursos a Pemex y asignándolos no sólo a los programas sociales, sino sobre todo a los gobernadores —nuevos centros de poder— y a los sueldos de la “alta burocracia”, empezando por la de la propia empresa —un subdirector del área de Refinación, por ejemplo, gana 330,000 pesos mensuales más prestaciones— y siguiendo con la federal: desde magistrados de la Suprema Corte que reciben 3.9 millones de pesos anuales, hasta remodelaciones de despachos, como el del consejero presidente del IFE, que costó 39 millones de pesos en 2007.
Esta afirmación adquiere mayor concreción si se le incorporan algunas cifras tomadas de un estudio de José Luis Manzo. De 1998 a 2000 Pemex debió padecer una carga fiscal equivalente a tres veces la que soporta el resto de las empresas petroleras. La mexicana ha sido obligada a llegar al extremo de contratar deuda para pagar impuestos. Entre 1998 y 2005, la carga fiscal para Pemex equivalió al 111% de sus utilidades. De ahí que la deuda de la empresa en el penúltimo año del sexenio foxista superara los 100,000 millones de dólares. En suma, la causa de la catástrofe financiera de la gran empresa paraestatal es, básicamente, resultado de una política no sólo irresponsable en extremo sino corrupta.
Sin embargo, ése no es el único factor. A la responsabilidad del gobierno federal en el desastre de Pemex se debe agregar la carga que significa un sindicato abusivo prácticamente desde el origen —el “Pemexgate” es sólo uno de los últimos escándalos de una gran cadena que hoy incluye el pago de tripulaciones sin barco en la flota de Pemex—, lo mismo que la cantidad de contratos con sobreprecio o de plano sin licitación, como los ya famosos suscritos entre la empresa petrolera y el Grupo Energético del Sureste, propiedad de la familia del actual secretario de Gobernación, y que cada sexenio han permitido a empresarios y administradores inescrupulosos acumular fortunas sin que se les haya llamado a cuentas salvo para cobrar fac-turas políticas, como fue el ca- so del ingeniero Jorge Díaz Se-rrano durante el gobierno de Miguel de la Madrid. ¿Una agenda? Quitar a la gran empresa estatal todas sus utilidades e incluso endeudarla para dejarla en números rojos, mantener la impunidad del sindicato y obligarle a firmar contratos con favoritos del gobierno en turno, pareciera una locura o una bien calculada estrategia que busca dos objetivos: a) proporcionar al gobierno federal los recursos para comprar la paz social y política sin tener que recurrir a una reforma fiscal y, b) sentar las bases para hacer inviable a Pemex y, en consecuencia, hacer inevitable una “reforma energética” que abra el petróleo mexicano al capital privado nacional y extranjero.
En México, donde el fisco apenas puede captar el 11% del PIB —la mitad de lo que se capta en otros países con el mismo nivel de desarrollo—, una auténtica reforma fiscal es una necesidad tan evidente como pospuesta. La debilidad política de los gobiernos centrales ha hecho que un necesario cambio de fondo de la estructura impositiva desde los 1960 se haya pospuesto indefinidamente (la actual “reforma fiscal” no es tal sino apenas una adecuación; sólo va a aumentar la captación en alrededor del 2% del PIB). En esas condiciones, la salida fácil ha sido echar mano de Pemex como fuente de recursos, descuidar su modernización y petrolizar los recursos del gobierno. ¡Y vaya que éstos se han petrolizado! Hoy casi el 40% del presupuesto gubernamental proviene de la renta petrolera. Sin esos dineros para su gasto corriente, los gobiernos del PAN no hubieran podido darle contenido a su alianza con los gobernadores priistas.
Precisamente por dedicar las utilidades de Pemex a financiar el precario equilibrio político de los últimos años es que esa empresa no ha contado con los recursos para acelerar la exploración, aumentar sus menguadas reservas, lo mismo que su capacidad de refinación y de dominio de la tecnología de punta.
¿Nos dirigimos al punto de donde se partió o una nueva meta? La industria petrolera mexicana nació al despuntar el siglo pasado y su crecimiento fue espectacular: de 10,000 barriles anuales en 1901 la producción pasó a 3.6 millones en 1910 para llegar a 193 millones en 1921. A partir de ahí declinó y en vísperas de su expropiación era de sólo 47 millones. De ser el pequeño mercado interno su primer objetivo pasó a exportar el 99% de la producción para quedar en 61% antes de la expropiación. En su mejor momento como enclave extranjero, el petróleo aportó el 33.6% del presupuesto federal, aunque en vísperas de la expropiación ya sólo fue el 12%. Setenta años más tarde, casi la mitad de los ingresos de Pemex provienen de la exportación de un recurso natural no renovable y la dependencia del gobierno de esa producción es mayor que nunca. Si a ésto agregamos la apertura al capital privado y externo, casi se podría decir que nos encaminamos a recrear el modelo anterior a la expropiación, cuyo objetivo era exportar en función de los intereses externos.
Nadie puede legítimamente apoyar la preservación del Pemex actual. Sin embargo, la mejor alternativa no está en desmontar la obra nacionalista de Cárdenas, sino en mejorarla, aprovechando los altos precios del petróleo, enfrentando la corrupción tanto del sindicato como de la administración, y manteniéndola como gran empresa pública y bajo control nacional. Ése debería ser parte del proyecto nacional del siglo XXI.— México, D.F.
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viernes, 14 de marzo de 2008
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