Por
Eduardo García Guerrero
Acabo de leer un excelente libro que se
llama “BITÁCORA DEL CAPITÁN”, donde un
marino mercante mexicano narra lo que ha sido su vida.
Hoy que di vuelta a la última página, sentí como si estuviera saliendo
de una larga tertulia con un amigo, donde él me hubiera platicado su vida con
las palabras que se utilizan en las charlas de camaradas. Así de amena es la
narración, con un lenguaje sencillo, sin rebuscamientos y contando las cosas
como fueron, como él las vivió. Muchas veces, en el transcurso de mi lectura,
me dieron ganas de destapar dos cervecitas –una para cada uno- y así aderezar
la sabrosa plática.
El autor es el Capitán de Altura Miguel Ángel López González, quien
egresó en el año de1957 de la Escuela Náutica de Veracruz.
Es muy difícil hacer un resumen de un libro donde se narra toda una vida
en el mar, así que les pido perdón por anticipado si caigo en error de omisión
de algún aspecto importante.
El Capitán nació el 15 de mayo de 1934 en Ometepec, un pueblo acunado
entre dos cerros, en la costa chica de Guerrero. Este bello pueblito está entre
la montaña y el mar, en las faldas de la Sierra Madre Occidental.
Fue hijo de madre soltera, una mestiza valiente llamada Cristina que lo
crió a fuerza de sacrificios ayudada por su mamá Lupita y sus hermanas. Miguel
Ángel creció al arrullo de las chilenas marineras que se cantan en su pueblo desde
que los barcos españoles las trajeron del hemisferio sur. Creció y estudió a
base de tesón y amparado por el arduo trabajo de un matriarcado bienhechor y
riguroso. Trabajó desde muy chico para ayudar a su madre. Fue, entre otras
cosas, leñador, peón de milpa, mozo de curato, paletero, peón de albañil,
vendedor de almanaques y ayudante de matancero.
¿Y qué con eso? Me dirán
algunos cínicos, Hay muchísima gente que
ha trabajado así de duro.
Pues sí, es cierto, pero aquí tenemos la
agravante de que todos estos empleos los tuvo Miguel Ángel antes de salir de la
primaria, a la edad en que la mayoría de los niños solo piensan en jugar.
Tras graduarse de la escuela primaria, entró a estudiar la secundaria en
el mismo Ometepec, en una de las primeras escuelas secundarias que se abrieron
ahí. Un pariente de su rama paterna lo
acogió en su casa durante el año y medio que estudió secundaria en Ometepec.
Miguel Ángel correspondió trabajando duro en los muchos quehaceres de la casa y
los corrales. Frente a la casa de su pariente vivía un personaje que parecía
sacado de una novela de Gabriel García Márquez. Febronio Pachuca era un solterón pensionado de
la Armada de Estados Unidos que había navegado por todo el mundo. Estuvo en
todos los frentes de batalla del Pacífico, durante la segunda guerra mundial y
era un héroe de la marina norteamericana. Decía que unos marinos de un barco
norteamericano fondeado en Acapulco lo habían secuestrado para enrolarlo a
fuerza en la U.S. Navy y así era como había empezado su carrera en el mar.
Vivía solo, en esa casa de pueblo que había comprado con su pensión. Se paseaba
por las calles de Ometepec ataviado con camisas floreadas de seda, lentes
Ray-Ban y vistosos relojes. En sus brazos, y en el pecho, lucía tatuajes
marineros. La sala de su casa estaba literalmente tapizada con fotografías de
barcos, marinos y puertos.
A Febronio le gustaba aparecerse todos los días en el corral de la casa
donde vivía Miguel Ángel, justo a la hora en que ordeñaban las vacas y armado
con una jarrita de peltre. Mientras le llenaban la jarra con leche recién
ordeñada, les contaba a los muchachos historias de barcos, de marinos y de la
vida a bordo. Antes de irse, le pegaba una esculcada a los gallineros, para
completar su desayuno con unos huevitos y salir tan campante como había
entrado. Ésos fueron los primeros contactos del adolescente Miguel Ángel con el
mar.
Hubo unas vacaciones de ese período de su vida que Miguel Ángel recuerda
con especial énfasis pues en esa ocasión fue la primera vez que se enfrentó con
la muerte. Estaba pasando unos días en el rancho de sus parientes, que se
encontraba a cuatro o cinco horas a pie de Ometepec. Una de tantas mañanas en
que salió a caminar por el campo, fue mordido por una víbora de coralillo.
Alcanzó a matarla con su machete y se la llevó al cuidador del rancho. Cuando
el señor vio a la víbora se puso pálido.
La mordedura de esta serpiente,
le dijo alarmado, es mortal por necesidad.
Lo llevaron a un caserío cercano donde vivía una de sus tías lejanas. La señora
le dio a beber mucho suero de leche -del que queda después de hacer los quesos-
y le cubrió la herida de la coralillo
con cuajada.
De repente, la cama de varas
donde lo habían acostado fue rodeada por mujeres envueltas en negros rebozos que
rezaban y lloraban desconsoladamente por “el güerito”, que había ido a morirse precisamente
ahí, en ese lugar tan apartado de la mano de Dios.
Los hombres empezaron a armar una
parihuela para llevar el cadáver al pueblo.
Pero da el caso que al “güerito” no se le dio la gana morirse, ni ahí ni
entonces. Pidió que le ensillaran un caballo y se lanzó a galope a Ometepec,
seguido por uno de los lugareños. A su llegada al pueblo ya había perdido el
conocimiento y su acompañante tuvo que explicar a sus familiares lo que había
pasado. Dos médicos que lo revisaron dictaminaron que no había nada que hacer
pues el veneno ya había surtido efecto. Prescribieron café con limón, como
diurético, y le dijeron a doña Cristina que lo encomendara al Altísimo.
Duró tres días inconsciente. Al cuarto día empezó a dar señales de vida
y al quinto pudo reconocer a su mamá y a su hermano. En una semana ya había
regresado a sus clases en la secundaria.
El Altísimo había escuchado las plegarias.
Miguel Ángel estaba destinado a vivir una vida plena. Una vida de
servicio. Ser el pilar de una familia valiosa.
Por recomendación de un primo-casi hermano, Joel Zapata, decidió
terminar la secundaria en un internado de Atlacomulco en el Estado de México.
Tras viajar con mil dificultades logró llegar, en una primera etapa, a la enorme y despiadada Ciudad de México,
donde se alojó con un tío que prácticamente lo obligó a trabajar con él como
ayudante sin sueldo en su negocio de vendedor ambulante. Por diversas
circunstancias, no pudo llegar a tiempo a Atlacomulco y, cuando lo hizo, fue
para recibir la noticia que la fecha para inscribirse ya había expirado y no
podía ingresar al internado. Habló de nuevo con su primo Joel y éste le
consiguió una carta de recomendación para otro internado de Orizaba, Veracruz. Pudo entrar ahí y eso fue un parte aguas en su
vida ya que uno de sus condiscípulos, un veracruzano llamado Jesús Reyes
Morales, lo convenció de irse a estudiar a la Escuela Náutica de Veracruz
cuando terminaran la secundaria. Antes de egresar de Orizaba recibió uno de los
dolores más fuertes de su vida; Su hermano Nino falleció en un accidente de
carretera.
Con grandes dificultades -como casi todo en su vida- Miguel Ángel pudo
llegar a Veracruz a presentar su examen de admisión. Desde el principio le
encantó el puerto y su gente. La alegría y la franqueza de los veracruzanos lo
hicieron sentirse en casa. Como era de esperarse en un muchacho tan dedicado a
sus estudios, logró pasar el examen de admisión. En esa horneada entraron 120
alumnos de los cuales egresaron solo 33. Así de dura era la carrera. En esos
tiempos el director de la escuela era el Capitán de Altura Marcelino Tuero
Molina y el subdirector el Jefe de Máquinas José Santos.
Era la época cuando la escuela no era
internado así que al principio tuvo que alojarse con la familia de su amigo
Jesús.
La historia de cómo pudo costearse los estudios es algo que debe tomarse
en cuenta por quienes no lo conocen y lo tachan de haber sido muy duro con sus
subalternos. Durante casi toda la carrera trabajó como velador en la propia
escuela, a manera de cubrir así la colegiatura y además allegarse recursos para
pagar el abono mensual del camión. También trabajó como estibador y como
vendedor de artesanías en sus días libres.
El 8 de diciembre de 1957 se graduó como pilotín de la Marina Mercante
Nacional. Con él se graduaron otros nueve muchachos en cubierta y 23 en
máquinas. Sólo 33, de los 120 iniciales, lograron culminar sus estudios.
Su primer barco fue el BM “María Dolores” donde se embarcó como pilotín
en Acapulco. El pequeño barco de cabotaje era propiedad del Capitán Oscar
Schindler y formaba parte de la flota de una compañía llamada Servicios
Marítimos del Pacífico. Era un buque viejo y en muy malas condiciones. Baste
para darse cuenta del estado del barco el comentario que le hizo a Miguel Ángel
uno de sus parientes que lo fue a despedir al muelle en esa ocasión; Gallo,
cuídate mucho, esta chingadera no tiene forma de barco, al menos yo no se la
veo.
Su primer viaje fue de Acapulco a Manzanillo. La chingadera daba apenas 5 nudos, así que tardaron casi tres días en
hacer el recorrido. Le gustó Manzanillo. En esa estadía en puerto –su primera-
se topó de frente con la bellísima costumbre marinera de que ni los pilotines
ni los aspirantes pagaban las cuentas en las cantinas.
Échense esta escena: A mediodía en el “Bar Social”, ocho oficiales de
diversos barcos, un pilotín, un aspirante y Paco Morales. Meridiana gratis.
A medianoche en el bule, doce
oficiales, un pilotín y Paco Morales. Borrachera –y otras cosas- gratis. ¡Qué buena costumbre! (Si eres pilo o aspi).
Para los que no lo conocieron, Paco Morales era un personaje inolvidable
de Manzanillo. Sabía de memoria de qué escuela y de que generación eran todos
los oficiales de los barcos y subsistía haciéndoles mandados y favores.
Y no se confundan: Con lo de otras
cosas, yo me refería a
cigarrillos y botana.
En una de tantas estadías, esta vez en el fondeadero de Patacalco, cerca
de la desembocadura del Río Balsas, aprovechando que el sábado y domingo no
trabajaba el personal de tierra, Miguel Ángel y otros oficiales del “María
Dolores” organizaron una excursión a la playa. Una vez ahí, caminaron como una
hora hasta llegar a la orilla del Río Balsas. Uno de los oficiales los retó a
que atravesaran la turbulenta corriente del río. Miguel Ángel y otro de los
oficiales aceptaron el reto y se lanzaron al agua sin pensarlo mucho. Ésa fue
la segunda vez que se enfrentó con la muerte. La corriente los arrastró más de
medio kilómetro. A duras penas lograron llegar a la otra orilla donde quedaron
desfallecientes sobre el zacate.
En otra ocasión, estando atracados en Guaymas cerca del barco insignia
de la flota de Servicios Marítimos del Pacífico, el BM “Sinaloa”, Miguel Ángel
le pidió al capitán de este barco que le permitiera continuar sus prácticas con
él. El Capitán, tras consultarlo con su homónimo del “María Dolores”, le
permitió subir, habilitado como tercer oficial, en lo que era el primer ascenso
del novel pilotín.
Terminó sus singladuras en el BM “Caribe” un viejo barco de vapor que
pertenecía a la misma línea que los anteriores.
El 7 de julio de 1959 presentó su examen profesional en la capitanía de
puerto de Veracruz. No tuvo problemas en pasarlo. Ya era piloto de la marina
mercante. El examen “práctico” se llevó a cabo en Los Portales del bello puerto
jarocho donde brindó con sus sinodales por su futuro.
Por esos días reafirmó su relación con una bellísima ojiverde que, al
paso del tiempo, se convertiría en la compañera de su vida y la madre de sus
hijos. Norma Pérez Morales era hija de Salvador Pérez Magaña, un tabasqueño,
Capitán de Corbeta retirado de la Armada de México y de Evangelina Morales
Díaz, una nativa de Autlán de la Grana,
Jalisco. Su boda tuvo lugar en enero de
1962.
Sería demasiado largo hacer el relato de toda la carrera en el mar del
capitán López González. A modo de
abreviar les diremos que, después de esos primeros barcos, tuvo una carrera
larga y exitosa como oficial y como capitán de una gran cantidad de buques de
diversos tonelajes y clases. Anduvo entre otros en el “Ave de Tahití”, el “Don
Lorenzo”, el “Hermosillo”, el “Constitución”, el “Guadalajara”, el “Puebla”, el
“Tlaxcala” de tan malos recuerdos, el “Campeche”, el “Mexicano”, el “Azteca” y
el “Monterrey”.
Aquí habremos de hacer una breve pausa para intercalar un momento que a
todos los marinos golpea tarde que temprano. Durante su estancia como capitán
del “Monterrey” que, entre paréntesis, fue el primer barco containero mexicano,
Miguel Ángel pudo disfrutar de unas vacaciones largo tiempo aplazadas para
poder estar en el nacimiento de su hija Norma. Salvo cortas visitas a bordo, de
su esposa Norma y su hijo mayor Miguel, tenía tres años sin ver a la familia. Por
azares del destino no pudo llegar a tiempo al nacimiento. Llegó un día después
del alumbramiento a Veracruz, directo al sanatorio a ver a su más reciente
retoño. Dentro del remolino de emociones que tuvo ese día, un sentimiento le
pegó directo al corazón. Su hijo Fernando tenía cuatro años de edad y hacía
tres que no veía a su padre; las tres cuartas partes de su corta existencia. El
niño vio a Miguel Ángel como se ve a un extraño y eso le caló en lo más
profundo de sus sentimientos. A partir de ahí, una pregunta lo empezó a
obsesionar; ¿Vale la pena estar tanto tiempo alejado de mi familia?
Al terminar sus vacaciones presentó su renuncia a Transportación Marítima
Mexicana. Estaba decidido a pasar más tiempo con su familia. Los directivos de
la compañía no querían dejarlo ir pues se había convertido en uno de los
capitanes estrella de TMM. Nada lo hizo cambiar de opinión.
Mas dice un dicho muy sabio que “El hombre propone y Dios dispone”
Tras un fugaz paso por el mundo de las agencias consignatarias y estar
un tiempo como subdirector de la Escuela Náutica de Tampico, Miguel Ángel tuvo
que hacer de tripas corazón y regresar a los barcos.
De su etapa como subdirector de la Náutica de Tampico son sus primeros
libros técnicos que tituló; “Contenedores, carga y estiba” y “Buques y sistemas
de carga” también su tablilla con dibujos del “Reglamento internacional de
luces y señales” para prevenir los abordajes en la mar.
Regresó a los barcos a una empresa en ese entonces nueva, Navimex, con
la promesa, por parte de su director, de estar un año embarcado para después
quedarse en tierra en las oficinas administrativas.
El primer buque que le tocó
capitanear fue el “Río Yaqui”. Tras un año de intensa navegación se tomó unas
vacaciones en Veracruz después de lo cual se incorporó a las oficinas de
Navimex en la Ciudad de México. Su primer trabajo ahí fue elaborar el
reglamento interior para los oficiales de los barcos, el cual normaría la
operación de los mismos.
Tras ser revisado y ajustado por todos los demás ejecutivos, el
documento fue puesto en vigor. El reglamento fue mal recibido por los oficiales
quienes se inconformaron con el director por la dureza del mismo. Ante la
firmeza del ejecutivo no tuvieron de otra que aceptarlo pero pidieron a cambio
la cabeza del capitán López González. Cuando el director le preguntó al secretario
del sindicato de pilotos “¿Por qué el capitán López?” éste le contestó que la
razón era porque él era el autor del reglamento. El director entonces les
aclaró que el reglamento había sido elaborado y aprobado por todos los
ejecutivos, que por qué no pedían la renuncia de todos ellos y solamente la del
capitán López, ¿Tienen algo personal con
él, acaso es corrupto, sinvergüenza, incompetente, qué es para ustedes? les
preguntó. El líder del sindicato le contestó entonces… “es un cabrón”.
En ese momento el director se levantó enojado y les dijo “Búsquenme
cuatro cabrones como él para relevarlos a ustedes” y se salió de la junta. El
reglamento siguió en vigor.
Tras un tiempo en Navimex, Miguel Ángel decidió independizarse y formó
su propia compañía de salvamento, rescate, reflotamiento y remolque de
embarcaciones.
Ya su familia estaba afincada en la Ciudad de México y gracias al
producto de su trabajo pudo comprar una casa ahí. Con grandes esfuerzos logró
pagar a sus tres hijos carreras universitarias. Miguel, Fernando y Norma son
ahora personas útiles a la sociedad,
gracias en mucho a la guía invaluable de su madre, que también supo ser
padre, durante las ausencias del marido.
En enero de 1983, estando en Salina Cruz Oaxaca, se topó con la otra
Norma de su vida. Como con aquella ojiverde veracruzana, el flechazo fue a
primera vista.
El BM “Charta” era un pequeño barco carguero propiedad de Sales Hogar
del Grupo Monterrey. Estaba en dique, donde le habían hecho limpieza y pintura
de casco y reparaciones menores. Los propietarios no habían pagado por los
trabajos y el barco estaba detenido.
Tras algunas investigaciones, trámites y promesas y una enorme dosis de fe,
Miguel Ángel se convirtió en orgulloso propietario del “Charta” al que cambió
el nombre por “Norma” como su esposa y su hija.
Este fue el inicio de un calvario que estuvo a punto de destrozar a su
familia y convertirlo en un hombre amargado para todo el resto de su vida.
En diciembre de ese 1983 el “Norma” se varó en la playa de Nautla,
Veracruz, mientras navegaba contra un norte huracanado en viaje a Tampico. El
Capitán López, en cuanto se enteró del desastre, viajó hacia allá desde
Tampico, donde se encontraba esperando su arribo. La compañía aseguradora lo
declaró como pérdida total. Con el producto del seguro apenas y alcanzó a
pagarle a los antiguos dueños y al astillero de Salina Cruz. Ofreció a la
Aseguradora comprarlo como deshecho y éstos aceptaron su oferta. El problema
ahora era como sacarlo. Sin recursos y sin socios a quienes recurrir tuvo que
hacer uso de todos los recursos aprendidos en su carrera y de toda su fuerza de
voluntad para poder reflotarlo. Afortunadamente hubo compañeros y familiares
que le dieron su ayuda. Haciendo uso de su inventiva y del tesón que lo
caracterizó desde su niñez en Ometepec, Miguel Ángel pudo sacar –contra todos
los pronósticos- al “Norma” de su atolladero.
Pero éste fue sólo el inicio de una cadena de eventos desafortunados que
incluyeron la muerte de un polizón, accidentes en puerto, falsas acusaciones de
contrabando de armas en Honduras, descomposturas del equipo y la muerte del
jefe de máquinas. Por si fuera poco todo esto, Miguel Ángel se empezó a
enfrentar con la podrida burocracia mexicana, cuyo fango empezó a ahogarlo.
Dicen que los que compran un barco tienen dos alegrías; una es cuando lo
compran y otra cuando lo pueden vender. Esto no sucedió en este caso. El día
que por fin pudo malvender al “Norma” fue para Miguel Ángel uno de los días más
tristes de su vida.
Y otra vez a navegar.
En esta ocasión como capitán de un
buque que parecía un acertijo; Español con bandera mexicana. El VLCC “Altamira”
era un supertanque que navegaba entre
África y Europa. Tras esta experiencia se desembarcó y empezó a trabajar para
el FIDENA como encargado del barco escuela “Náuticas México” donde fue un
factor decisivo para la buena operación del buque. Otra vez le tocó luchar
contra la burocracia y la corrupción del gobierno federal mexicano.
La eterna lucha del Quijote marinero contra los molinos de viento
políticos.
Tras esta nueva experiencia, regresó a la iniciativa privada ahora como
inspector de buques y en asesoría marítima.
Al día de hoy, a sus 78 años, el Capitán sigue trabajando como él sabe
hacerlo; poniendo lo mejor de sí mismo en lo que hace.
El Capitán Miguel Ángel López González en la actualidad. Ha sido distinguido con la condecoración
por servicios a la Marina Mercante y es miembro de la legión de Honor de
la Marina Mercante.
Yo no lo conozco en persona, nuestra comunicación ha sido a través de
correos electrónicos mediante los cuales ha nacido una amistad alimentada por
nuestro mutuo amor por la literatura y la Marina Mercante. Algunos compañeros a
quienes les he preguntado por él coinciden en que es un profesionista capaz,
trabajador y muy derecho, con una cierta fama a través de su carrera en los
barcos de haber sido muy duro con sus subordinados… Un cabrón pues.
Lo que sí estoy muy seguro es de que con cuatro cabrones como el Capitán Miguel Ángel López González en los puestos
clave de la marina mexicana, ésta se endereza porque se endereza.
Un abrazo a todos.
Eduardo García Guerrero
Mexicali,
B.C. Enero del 2013