miércoles, 17 de septiembre de 2008

Patente de corso

Fuente: El Plural

Ignoro si los niños de hoy todavía se sienten fascinados por la piratería. Yo he de reconocer que lo estaba. Y lo sigo estando. En mi caso más que los relatos de Robert Louis Stevenson o Emilio Salgari, fue la risa acrobática de Burt Lancaster en El temible burlón –tan alejada de la aristocrática pose de Errol Flynn en El capitán Blood y tan deudora de la pícara pose de Douglas Fairbanks en El Pirata Negro- la que me embriagó con aquella ensoñación que navegaba libre bajo el emblema de las tibias y la calavera.

Más tarde, en las clásicas páginas de Philip Gosse descubriría las apasionantes historias del bucanero Peter Legrand, las audaces gestas de Henry Morgan, las aventuras de William Kidd o las hazañas de la señora Ching, aquella mujer pirata que a principios del siglo XIX dominaba las costas de China. Y, sobre todo, me dejaría cautivar por los avatares del capitán Misson y su teniente Caraccioli, un ex fraile ateo y comunista, fundando en pleno siglo XVIII la república de Libertalia en las indómitas tierras de Magadascar.

En su libro, Gosse consideraba que en el primer tercio del siglo XX la piratería ya no tenía futuro. Se equivocaba. De hecho, en estos primeros años del siglo XXI los abordajes filibusteros vuelven a las primeras páginas de los diarios. Sólo el pasado año fueron atacados 263 buques con un saldo de cinco muertos, tres desaparecidos y 65 marinos heridos. Y en lo que va de año ya se han contabilizado 144 abordajes, entre ellos el asalto al atunero vasco Playa de Bakio el pasado mes de abril. Costas como las de Somalia o Nigeria se han convertido en los mares más peligrosos del mundo, mientras que solo el desarrollo de potentes marinas de guerra, incluido el espectacular crecimiento de la armada china, han posibilitado que las estadísticas bucaneros se contengan en el Estrecho de Malaca o en el Mar de la China meridional.

Los nuevos piratas tienen poco que ver con los sueños libertarios de Misson y Caraccioli, ni con las piruetas en technicolor de Burt Lancaster. Menos aún con la ingenuidad adolescente de Johnny Deep y su saga caribeña. Los nuevos piratas son el último resultado de sociedades desangradas como la africana, hundidas por una división internacional del trabajo que las condenó al vertedero, estados fracasados por sus propias élites, países a los que se empujó a fracasar.

Por eso su presencia se hace cada vez más violenta y, en cierto modo, más simbólica. Porque los filibusteros de los mares postmodernos tienen algo de metáfora de unos tiempos basados en el abordaje. No en vano, según la Oficina Marítima Internacional fue en los años 70 del siglo pasado cuando se encendieron las luces de alarma por la expansión de la piratería. La misma década en que Augusto Pinochet imponía a sangre y fuego los postulados neoliberales en Chile, primer ensayo general de unas teorías que en los años siguientes se encargarían de expandir cientos de bucaneros licenciados en Harvard. Ahora, las 800 personas más ricas del planeta acaparan la riqueza que, según los números del Banco Mundial, le corresponderían a unos 260 millones de personas si el producto interior bruto mundial se repartiera de forma igualitaria. Es la cara matemática de la patente de corso con la que nos hundimos a la deriva
José Manuel Rambla

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