sábado, 13 de septiembre de 2008

México SA - El piloto y los navegantes, visión de la clase política

Fuente: La Jornada
México SA
Carlos Fernández-Vega
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■ El piloto y los navegantes, visión de la clase política

Cómo estarán las cosas en este heroico país, que una parábola escrita por un mexicano ilustre en pleno siglo XIX cae como anillo al dedo para describir el salvaje comportamiento de nuestra inefable cuan oportunista clase política en la primera década del siglo XXI, amén de la cerrazón y torpeza de quien supone “gobierna”, y “muy bien”, el “navío de gran calado”.

Francisco Zarco no sólo fue un mexicano sobresaliente, sino un visionario, y su parábola El piloto y los navegantes (escrita en 1852) es muestra fehaciente de ello. Sólo falta anotar los nombres de los actuales protagonistas (ya sabemos quiénes son las víctimas), para lo cual no hay que ser adivino ni caerse de la bicicleta (versión oficial). Así, por cortesía de Martha León (martha.leon@maximus-int.com.mx), que lo envió a México SA, va el texto del duranguense:

“En otro tiempo, varios hombres construyeron una barca para atravesar los mares e ir a buscar fortuna en apartadas regiones. Y desde que comenzó la construcción arreglaron que uno de ellos había de ser piloto para dirigir la nave y llevarla a un buen puerto. Y como todos tenían iguales derechos a esas importantes funciones, convinieron en elegir libremente al piloto el mismo día en que abandonaran las playas de la patria. Y convinieron también en que el elegido fuera respetado y obedecido, y en que además recibiera dones y homenajes de todos los navegantes.

“Entre ellos había marinos valerosos e inteligentes, que parecían a propósito para dirigir el timón, y que por una larga experiencia conocían el curso de las corrientes, los peligros de los escollos y de los bancos de arena. Pero estos tales eran modestos, y no quisieron mendigar los sufragios de sus compañeros.

“Y había otro ignorante, orgulloso y lleno de ambición, que aspiraba a honores que no merecía. Un día que sopló la tempestad y silbó el huracán, y las olas embravecidas subieron a la playa amenazando llevarse la barca a medio construir, el ambicioso huyó despavorido y dejó a los demás el cuidado de salvar la nave. Pero cuando pasó la tempestad volvió sonriendo y se excusó diciendo: que como él tenía poder sobre los vientos no quiso estar presente a la hora de la tormenta. Y comenzó a implorar de todos que lo nombraron piloto, jactándose de que sabía vencer la tempestad, prometiendo que siempre llevaría la nave viento en popa y que no abusaría del poder que le otorgaran. Y como había muchos que no creían en sus palabras, ofreció a algunos dividir con ellos su autoridad y partir el fruto de los dones de los navegantes. Y por interés gritaron que era inteligente y activo. Y estos hombres interesados gritaron tanto, que hicieron callar a los demás, y a fuerza de intrigas y amenazas y promesas, el hombre ambicioso fue nombrado piloto y sonrió de gozo, y sólo pensó en ser respetado y ensalzado. Y así es como la ambición se sobrepone al mérito, la intriga a la inteligencia, y la bajeza a la virtud.

“Concluyose la barca; levaron anclas, el viento soplando suave y sereno infló las velas, y todos se alejaron del puerto contentos, esperando unos que el piloto pensara sólo en cumplir con sus deberes, y otros que realizara sus promesas. El buen tiempo continuaba, y la barca se deslizaba sobre las aguas blandamente. El piloto a cada instante decía: ´¿Veis cómo es cierto que sé conjurar la tempestad y que sin mí ya hubierais perecido?´

“Y los que dividían con él los dones de los navegantes, fingían creer que al piloto se debía el buen tiempo, y los otros callaban. Y el piloto tenía autoridad para castigar, y no castigó al ebrio ni al maldiciente, sino a aquellos que en tierra habían dudado de su ciencia. Y se hizo amigo de todos los intrigantes, y seguía diciendo: ´A mí debéis no perecer´. Pero cuando él ejercía venganzas y quería humillar a los que lo habían elevado, se vio en el horizonte un punto negro, un punto que poco a poco crecía y era ya una nubecilla lejana.

“´Anuncio de tempestad´, gritaron sobre cubierta. ´Me insultan esos que creen que puede haber tempestad cuando yo dirijo el timón de una barca´. Y castigó e insultó a los que temían la tempestad. Pero la nube crecía, y el miedo hacía que todos dijeran: ´Nada vemos´. Y el viento sopló enfurecido, y levantó las olas como montañas de espuma, y la barca se vio azotada por todos lados, y el miedo hacía que todos dijeran: ´Nada sentimos´. Y el cielo se oscureció, y el mar bramó, y el rayo estalló, y el trueno ensordecía, y el miedo hacía que todos dijeran: ´Nada oímos´. Y el piloto decía: ´buen tiempo tenemos´, y no sabía qué hacer, y se enfurecía contra los que conocían el peligro. Y la barca se extraviaba y estaba entre escollos, y arrecifes; entre rocas y bancos de arena. Y la navegación se prolongaba, y los víveres se acababan, y los navegantes tenían hambre y sed. Cuando alguno se atrevía a murmurar del piloto y a indicar el peligro, lo mandaba echar al agua.

“Cayó un rayo sobre el mástil, y todos se asustaron, y el piloto dijo: ´Cayó el mástil; pero la barca está bien´. Se estropeó la quilla, y el piloto dijo: ´No importa; la barca está bien´. Y entraba agua a todos los camarotes, y las velas estaban destrozadas, y los cables rotos, y el piloto siempre decía: ´La barca está bien, a mí me debéis el buen tiempo, yo sé conjurar la tempestad´.

“Pero al fin, el agua entró a la cámara del piloto y él se estremeció, y temiendo que se hablara del peligro y que se clamara contra su torpeza, puso mordazas a los que querían salvarse y salvarlo. Y el desaliento o el miedo, la poca fe o la apatía, dominaba a los navegantes. Cualquiera de ellos podía salvar la barca, aún era tiempo; pero mientras pensaban en lo que habían de hacer, la tempestad siguió, la barca se estrelló contra los arrecifes, se hizo pedazos, y no quedó ni una tabla de salvación. Navegantes y piloto perecieron; el mar se tragó a los que habían conocido el peligro y a los que habían querido disimularlo.

“Y en verdad os digo, que merecieron su suerte, porque navegantes que sufren pilotos descuidados, vanos e ignorantes, y que ven llegar el peligro y no procuran salvarse, con ellos han de perecer en medio de la tempestad”. (* Fechado en 1852. Apareció en La Ilustración Mexicana, Tomo III, página 442; Tomado de: Antonio Avitia Hernández; Relatos de plumas ausentes; resaltos, cuentos y recuento de los narradores de Durango. Edición del autor. México, primera edición 2006, 288 pp.)

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